Estamos asistiendo, con creciente frecuencia, a una progresiva adicción a la adición de las más variadas ocurrencias bajo la piel, utilizando su superficie, la epidermis, como transparente cobertura de las mismas, y se diría que la costumbre se ha convertido en competición por ver quién sobrelleva más y mejores. Nombres o adjetivos para recuerdos u homenajes, subrayados de deseos y nostalgias o combinaciones para perseguir la nueva identidad: dibujos e imágenes por remedar el arte: flores, pintura abstracta, fechas o perfiles, “Te quiero”, “Mañana más”, “Venceré”… Sin embargo, convertir en museo el tejido cutáneo, documento que se quiere imperecedero o archivo de logros y proyectos, no está exento de riesgos.
Los pigmentos introducidos en la dermis con una aguja, pueden permanecer fuera de las células o ser incorporados por algunas de ellas ( fibroblastos, macrófagos…) y producir reacciones inflamatorias, alergias como consecuencia de los productos
empleados en ciertos colores (cadmio, cobalto, cromo, derivados de mercurio…) que podrían afectar al organismo entero o, el proceso del tatuaje, trasmitir infecciones no sólo locales y así se han comunicado, entre otros, casos de tuberculosis, lepra, hepatitis, VIH… Por añadidura, su eliminación, mediante láser o excepcionalmente cirugía (de preferencia los de color amarillo o naranja, de solución más difícil), podría igualmente no ser inocua, sin descartarse, a más de las complicaciones citadas, quemaduras o ampollas.
De lo anterior cabría concluir que el tatuaje es, amén de capricho, una condena a la subordinación por lo decidido tiempo atrás y que quizá se quiera, en el futuro, borrar por salir del pasado y volver a empezar. De ser el caso, la pregunta parece obvia: ¿No existen mejores modos de proyectarse, definirse o transmutarse, que el de inyectarse tintas varias en la dermis? En mi opinión y se mire lo que se mire, cara, brazos o nalgas, la misma gilipollez compartida por demasiados.






















